Cualquiera que sepa divertirse ha pensado alguna mañana: si sigo haciendo esto acabaré pillando el SIDA . Los más prudentes incluso se habrán hecho la prueba. Es el tipo de susto que hace que te centres. Sospechar que has canjeado tu salud por un orgasmo te da una perspectiva mucho más relajada de los problemas cotidianos.
Mi generación, los que estrenamos ombligo a finales de los 70, hemos crecido en un ambiente de educación sexual. Eso dicen nuestros mayores. Sabemos que ir por ahí copulando con desconocidos y/o desconocidas sin un murito de plástico en los genitales puede hacer que acabes como Tom Hanks en aquella película en la que Antonio Banderas se doblaba a sí mismo.
Por supuesto, nadie en su sano juicio piensa en Tom Hanks cuando una persona desconocida se te acerca demasiado y te susurra ¿vamos? Es mucho más cómodo pensar que la fortuna está de tu parte, y que ya sería mala suerte pillar el bicho justo esta noche. De ahí que el SIDA siga propagándose entre personas de mi generación totalmente informadas y aparentemente sensatas.
Tac. Un africano menos.
El SIDA apareció en los titulares a principios de los años 80. Por entonces era una enfermedad de maricones descontrolados, de esos que la maman en cuartos oscuros sin siquiera verse la cara. Una plaga bíblica que condenaba al averno infinito a esos viciosos que van por ahí colgándose de pollas ajenas sin un mísero hola. Pero resulta que la naturaleza no tiene prejuicios sexuales, así que el SIDA pronto se convirtió en una enfermedad de padres de familia, jueces y numerarios del OPUS.
Han pasado tres décadas desde las primeras infecciones conocidas de VIH. Ahora, globalización mediante, el SIDA es una pandemia con dos rostros. En occidente provoca incómodos cortes de rollo cuando alguien se pone a rebuscar en el montón de ropa en busca de un condón. En el Tercer Mundo, sin embargo, su rostro no es tan trivial; allí es una lenta condena a muerte para millones de personas.
Tac. Un africano menos.
Esta semana se ha hecho noticia de unas declaraciones del Papa al respecto. Dice el Pontífice que, para una puta, el uso del condón puede ser un paso en la dirección correcta. Pero, aclara, el uso del preservativo no es una forma válida de luchar contra el VIH. La única forma válida, dice Ratzinger, pasa por la "humanización de la sexualidad".
Todas las grandes religiones abogan por "humanizar la sexualidad". A mí eso me suena a dibujarle ojitos al glande (un amigo lo hizo en mi presencia y folló esa noche), pero sospecho que la cosa no va por ahí. Sospecho que, en realidad, se trata de practicar sexo con gente a la que amemos realmente, a vincular penetración con sentimientos nobles como entrega, generosidad y sacrificio. No te tires a nadie por quien no darías tu vida, proclama el representante del Dios católico en la Tierra. Y yo, como muchos, me pregunto qué cojones tiene eso que ver con la muerte de cientos de miles de personas en el Tercer Mundo.
Si Dios existe, inventó los matices. Parece poco probable, por tanto, que ese ser omnisciente y eterno sea tan mezquino y dogmático como los mojigatos que dicen hablar en su nombre. A no ser, claro, que Dios sea un hijo de puta sin escrúpulos que nos creó en un arrebato de sadismo sólo para reírse de nuestras limitaciones. Lo que resulta incuestionable es que la frecuencia de los pensamientos de ese supuesto Dios está más allá de nuestra capacidad auditiva. La radiación cósmica de fondo no opina sobre condones.
Dejemos, pues, la sexualidad en los dormitorios, baños y portales y preocupémonos por humanizar la compasión. Si hay un Dios, seguro que lo prefiere.